Por Pablo Herrero https://lastrayherrero.com/personnel/pabloherrero/
A la vista de las recientes modificaciones de gran calado y profundidad que se han operado en el Código Civil, referidas tanto a la modificación del plazo general de prescripción de las acciones, en la Ley 42/2015, así como la modificación que se realizó en materia de sucesiones, sobre la posibilidad de mejoras a las personas con discapacidad operada por la Ley 41/2003, entiendo que nada obsta ya a plantear el tema de la modificación del sistema de legítimas y las causas de desheredación en el derecho común que, como sabemos, afecta a aquellas comunidades autónomas que no tienen derecho foral.
En mi modesta opinión, el sistema de legítimas en el fenómeno sucesorio testado carece de sentido hoy en día o, al menos, de la intención inicial del Legislador. Es sobradamente conocido que nuestro Código Civil, en el tema que nos ocupa, hunde sus raíces históricas en el Derecho romano justinianeo de hace más de veinte siglos y se ha perfilado como una institución prácticamente inmutable a pesar de las numerosas transformaciones sociales desde su creación.
Esa antigüedad explica el origen de las legítimas que, entre otras razones, de menor importancia en pleno siglo XXI, estaban fundamentadas en la corta esperanza de vida de los ciudadanos. Así resultaba comprensible que, ante el fallecimiento antes de la década de los treinta o cuarenta años y la baja esperanza de vida del ciudadano, se estableciera una obligación por parte del Estado de dejar una parte de los bienes a todos sus hijos.
Cuando menos esa postura era lógica, no ya por los caducos argumentos del mantenimiento del patrimonio familiar, sino por cuanto era una forma de asegurar, en los tiempos de inexistencia de sistemas públicos de auxilio, que todos y cada uno de los hijos, probablemente jóvenes o muy jóvenes, tuvieran medios para afrontar el comienzo de sus vidas, los estudios o la sanidad.
Hoy en día, con una expectativa vital de 80 años en hombres y de 85,7 años en mujeres (el INE estima que alcanzaran los 84 años en hombres y 88,7 en mujeres en 2029, si el COVID19 no lo impide), y sobre los que la práctica jurídica muestra que muchos de los herederos tienen más de 50-60 años, las razones del Estado para seguir manteniendo la obligación de las legítimas hacia los herederos directos parecen ya huérfanas del sentido inicial.
Es evidente que en el caso de bastantes de esos herederos ya ha transcurrido una buena parte de sus vidas antes del fallecimiento de sus progenitores y la recepción, obligatoria y a pesar de prácticamente cualquier circunstancia, de una parte de la herencia de sus padres, no parece que sea necesaria para el desarrollo de los mismos.
Desde el punto de vista global y del Estado, es razonable entender que debe buscarse con las modificaciones legislativas en materia civil, el bien tanto del ciudadano que cumple sus deberes cívicos como el bien común del Estado.
Por ello, el Estado debería permitir que los testadores premien a aquellos hijos que han cuidado de sus mayores hasta el final de sus días y puedan libremente “castigar” o desheredar a aquellos que no lo hacen. Con ello se conseguirían cuatro objetivos que pueden ser muy relevantes:
- El heredero/a que puede ser desheredado/a tiene una motivación extra a la responsabilidad humana y cívica que debe tener para afrontar el cuidado y atención de sus mayores.
- El Estado, al establecer esa presión indirecta sobre los ciudadanos para que cumplan con su deber cívico y ético de atender y cuidar a sus mayores, obtiene el beneficio directo de menor uso y mayor racionalización de los servicios públicos así como el indirecto de aumentar la protección de ciudadanos de avanzada edad que necesitan del cuidado de sus familiares.
- Se promueve asimismo una menor división de los activos objeto de la herencia, reduciendo la litigiosidad, costes y trámites de toda índole asociados a la misma.
- Se dota al ciudadano de una mayor libertad sobre el poder de disposición de sus bienes, que dejaría de estar tutelado de forma hoy difícilmente explicable.
El motivo de la presente reflexión resulta de tres supuestos desgraciadamente frecuentes en la práctica habitual en materia de sucesiones:
- El caso del heredero/a legitimario que abandona, utilizando los más variopintos argumentos, el cuidado de sus padres.
Es demasiado habitual que, aún después de un comportamiento absolutamente reprochable desde el punto de vista humano, no se pueda hacer nada, tanto en vida del testador, como después. Y ese comportamiento profundamente injusto no recibe, ni permite, el reproche jurídico completo porque la legítima actúa de salvaguarda. Ojo que no estamos hablando de la comisión de ilícitos penales, o incluso civiles, sino de todas aquellas conductas que no llegan a tal calificación, son de difícil demostración y deben ser valoradas por el testador.
- El caso inverso, del heredero/a que, sacrificando en muchas ocasiones su propio desarrollo vital, con incidencia directa en su vida familiar y laboral de su labor de asistencia y cuidado al mayor, debe, forzosamente, compartir la vivienda del causante con aquellos que se desentendieron del mismo. Todo ello pese a la voluntad expresa del fallecido y con todo lo que significa en materia de litigiosidad, pagos injustificados o castigo hacia aquel que renunció a sí mismo en beneficio del fallecido/a.
- El caso del heredero/a al que la vida, por méritos propios o no, ha premiado, que recibe cuando ya lo ha recibido todo, en muchas ocasiones de forma innecesaria y no deseada por el testador.
Estos supuestos, con sus múltiples variantes que la casuística plantea, hace necesario que nos replanteemos si es conveniente seguir con la actual, a la par que antiquísima y decimonónica, regulación del sistema de legítimas y de las causas de desheredación.
En esa línea parece que se está pronunciando el Tribunal Supremo en las recientes sentencias de 3 de junio de 2014 y 30 de enero de 2015 referidas al maltrato psicológico como causa de desheredación, cuyo concepto se está irradiando incluso a las causas de revocación de las donaciones, como en la reciente STS de 20 de julio de 2015.
Sin perjuicio de que, como jurista del derecho continental y no de “common law”, me resulta difícil aceptar la motivación de las sentencias referidas al cajón de sastre que es la “Realidad Social de las Normas” contemplada en el artículo 3 del Código Civil (que se puede considerar por parte de la doctrina incluso contra legem,, pese a que argumente correctamente in fine el Supremo), no dudo que el propósito del Alto Tribunal es una bienintencionada búsqueda de una justicia material sobre una justicia formal que choca bruscamente con la realidad social.
Está claro que la dirección de la jurisprudencia del Tribunal Supremo marca, en muchas ocasiones, el devenir de las normas y de la actividad legislativa, ya que los criterios jurisprudenciales se aplican sobre supuestos de hechos reales que la ley simplemente abstrae o solo conceptualiza. Y precisamente por esa cercanía del Tribunal a los hechos, debe ser, al igual que en otras ocasiones, oída por el Legislador.
Y por ello se aprecia, con meridiana claridad, que las últimas sentencias en materia de desheredación son un aldabonazo del Tribunal Supremo sobre el vetusto engranaje de las legítimas y las causas de desheredación que se habían tornado, merced a la interpretación restrictiva, en muros infranqueables del Código Civil.
Ese impacto debe, además, ser estudiado con detenimiento por el Legislador porque la nueva aplicación de los criterios del Tribunal Supremo en materia de causas de desheredación abre la puerta a una cascada de procedimientos judiciales referidos al maltrato psicológico, ya que, la propia subjetividad del mismo, abre la veda a toda suerte de interpretaciones y pronunciamientos. Se está gestando una norma jurisprudencial abstracta y en blanco desde el propio Tribunal Supremo que puede motivar la revisión en sede judicial de centenares de procesos sucesorios.
Y es que, siguiendo a rajatabla los criterios empleados en las sentencias precitadas, nada impide redactar ahora testamentos en los que los testadores aludan a “maltratos psicológicos” o preconstituir prueba para establecer desheredaciones contrarias a la dicción literal del Código Civil, que pueden tornarse en larguísimos pleitos para discernir la bondad o no de las manifestaciones del testador.
Y esos pleitos no harían sino que plasmar, algo difícilmente justificable como es el hecho de que el testador será sometido a juicio por sus manifestaciones cuando precisamente no esté para defenderlas, trasladando a la revisión de un juez lo que, probablemente, ha sido una decisión muy meditada pero de complicada motivación.
Resulta indudable por ello que debe afrontarse ya la reforma del sistema legitimario del derecho común. Reforma que debería ampliar el ámbito de decisión del ciudadano al igual que en otros regímenes civiles coexistentes en nuestro país. Asimismo, debe ser el momento para revisar, con una cierta amplitud de miras, otros aspectos del fenómeno sucesorio que han envejecido vacíos de explicación lógica en la realidad social tales como las legítimas de ascendientes de avanzada edad y con sus necesidades vitales cubiertas, existiendo viudos/as con bienes gananciales, el cortísimo alcance de la legítima abintestato del cónyuge viudo/a o las nuevas relaciones de pareja. Y se puede hacer previendo soluciones mixtas asociadas, por ejemplo y tan sólo para abrir el debate, al patrimonio o la edad de los herederos.
Retomando la idea inicial, si se ha podido modificar sin problemas, adaptando a la realidad y el dinamismo de la sociedad de la información, el antiquísimo plazo prescriptivo de quince años, parece adecuado abordar también, por el indudable cambio social, la revisión de la sucesión testada, las legítimas y la desheredación en el derecho común dando una mayor libertad, y responsabilidad, al ciudadano.